Esto lo escribe hoy Lluís Uría en la Vanguardía, y lo suscribo.
París anda, desde hace un tiempo, cabizbaja y meditabunda. Los profetas del declive francés, un mal a ratos imaginario a ratos cierto, proclaman también el apagamiento lento e inexorable de la Ciudad Luz, a la que ven camino de fosilizarse y convertirse en una ciudad-museo, un escenario para turistas, una cáscara rutilante pero vacía. Una capital –sostienen con inusitado gusto por la autoflagelación- anquilosada, sin pulso, apenas algo más que un decorado de lo que llegó a ser, una ciudad-patrimonio que ofrece tan sólo el rastro de la historia, la sombra de glorias pasadas.
No deja de ser curioso que, en este debate, París haya tomado a Barcelona como referencia, como modelo incluso de ciudad dinámica, pujante y avanzada. ¡Qué poder el de las imágenes! La capital catalana logró en 1992, gracias a los Juegos Olímpicos, instalar en todo el mundo una imagen de marca inmejorable que, pese al tiempo y los avatares transcurridos desde entonces, está lejos de haber caducado. Expresión urbana de la atracción que genera hoy la España de Zapatero, París siente una enorme fascinación por Barcelona, aún cuando siguen sobrando motivos para que sea al revés.
Cierto, la brillante imagen de París en todo el mundo tiene, también, algo de falso. Mucho de leyenda. Subir hoy las empinadas cuestas de Montmartre, pasear por la bulliciosa plaza del Tertre, tiene muy poco que ver con el tiempo en que el joven Josep Pla –llegado en abril de 1920 como corresponsal de La Publicitat- deambulaba por sus calles en compañía de su amigo Joaquim Borralleras. Tampoco es ya lo que fue Montparnasse, el barrio que todavía en aquella época reunía a lo más granado de los artistas y pintores de todo el mundo, desde Mondrian a Chagall, de Calder a Giacometti (Picasso no, Picasso vivía en un barrio acomodado cerca de los grandes bulevares). Un barrio que atraía por igual a bohemios y vividores de toda ralea y condición, incluidas "las heces de Greenwich Village", como definía sin piedad a los norteamericanos que frecuentaben en aquella época el Café Rotonde el entonces corresponsal del Toronto Star Weekly en la capital francesa, Ernest Hemingway.
El mito de los grandes maestros del impresionismo sigue llevando por miles a los visitantes de París a la cima de Montmartre, donde se yergue el estrambótico templo del Sacré-Coeur –una "arquitectura de tumefacciones", en palabras de Pla-. Pero el halo de los Renoir, Monet, Cézanne, Degas y compañía se esfumó hace ya mucho tiempo. Su lugar lo ocupan hoy acuarelistas, autores de postales naïf para turistas y caricaturistas mediocres. Montmartre es un parque temático. ¿Y no lo es una buena parte de París?
París dejó de ser la capital mundial del arte, la cuna de las vanguardias pictóricas, en 1940, cuando la ocupación nazi forzó el exilio de la intelectualidad europea. Hitler acabó con una hegemonía de más de un siglo, que a partir de ese momento cruzó el Atlántico para instalarse en Nueva York. "Después de 1940 se acabó: París, provincializada ella misma a escala mundial, no es más que un problema de urbanismo y demografía", afirmaba en 1980 el escritor Julien Gracq, una opinión que comparte –amplificada, si cabe, por el tiempo- Patrice Higonnet en su libro "París, capital del mundo", publicado hace unos meses y donde repasa el papel histórico de la capital francesa: "París ya no es hoy la capital del arte. Pero ¿dónde está ese lugar? ¿En Nueva York todavía? Podría hablarse también de Los Angeles, Londres o simplemente internet. París no ha sido la capital del siglo XX y no será la capital del siglo XXI".
Y, sin embargo, la fuerza del mito es inmensa. Cada año, 75 millones de turistas visitan Francia y recalan en París, desafiando la fama de inhospitalarios de los franceses y la mala educación de los camareros, en busca de esa leyenda. Algunos acaban digiriendo mal la distancia entre lo imaginado y lo real. Y en especial los japoneses, que han empezado a sufrir un cuadro clínico conocido ya como Síndrome de París y que a diferencia del Síndrome de Stendhal –patentado por el escritor francés en Florencia- no es fruto de la saturación de belleza, sino de la desilusión y el choque con una cultura diferente. "Ven el Montparnasse de los años locos, Manet, Renoir, y parisinos vestidos como los grabados de moda. Una vez en el sitio, el decorado está allí, en parte, pero todo funciona a la francesa", afirmaba recientemente al respecto en las páginas de Le Figaro el presidente de la Sociedad Franco-japonesa de Medicina, Mario Renoux.
Para gustar, uno se ha de querer. Y hoy, Francia se quiere más bien poco. Una vaga depresión aqueja en este inicio de siglo a la sociedad francesa, inclinada como nunca a ver los cambios del mundo con los trazos gruesos y oscuros del pesimismo, a buscar desesperada e inútilmente refugio en el conservadurismo. El no es la nueva divisa. "Francia es un país paralizado por los funcionarios y por los que quieren serlo. Quieren seguridad toda la vida en un mundo que sólo avanza gracias a la incertidumbre", se lamentaba recientemente en La Vanguardia el octogenario Edgard Morin. La larga crisis del CPE, el fracasado contrato para jóvenes ideado por Dominique de Villepin, ilustra este estado de espíritu conservador que emponzoña todo lo que toca.
Pero la fuerza de la Ville Lumière sigue siendo inmensa. París no será ya la capital del mundo, no estará en uno de los mejores momentos de su historia, pero sigue exhibiendo –mal que les pese a los declinólogos- un dinamismo cultural envidiable y un constante afán por renovar su oferta. El año 2006 ha estado preñado de acontecimientos remarcables, desde la recuperación del museo de la Orangerie –ese pequeño templo del impresionismo- completamente remozado, hasta la reapertura del Museo de Bellas Artes y del auditorio Pleyel, pasando por la inauguración del nuevo puente peatonal Simone de Beauvoir –el 37º viaducto que atraviesa el Sena-, una estilizada pasarela suspendida sobre el río obra del arquitecto austríaco Dietrich Feichtinger, que une desde este verano la Biblioteca François Mitterrand y el parque de Bercy –sede, entre otras cosas, de la Filmoteca-, una zona que está experimentando una gran transformación.
La estrella del año, si no del decenio, ha sido indudablemente la apertura del Museo de las Artes Primeras –que no primitivas-, más conocido como museo del Quai Branly por su ubicación, junto a la torre Eiffel. Es el legado cultural que Jacques Chirac, como todo presidente de la República que se precie, de Pompidou a Mitterrand, ha querido dejar a la ciudad y al país. Obra artística en sí mismo, el complejo lleva la firma del arquitecto Jean Nouvel, que ha ideado un edificio sorprendente y original para albergar lo mejor del arte originario de las civilizaciones de África, América, Asia y Oceanía.
El proyecto, que ha tardado más de una década en materializarse, era una vieja aspiración personal de Jacques Chirac, un enamorado del arte no occidental desde su adolescencia, cuando fue introducido en los secretos de las civilizaciones antiguas por un viejo profesor ruso, monsieur Belanovitch, al que acudió inicialmente para tomar clases de ¡sánscrito! El presidente francés, convertido con los años en un experto en la materia y en un coleccionista apasionado, ve su museo como un altar de homenaje y reconocimiento a las civilizaciones no occidentales, en absoluto el museo neocolonialista que algunos críticos han querido ver en él.
Unos proyectos culminan y otros acaban de nacer. Otoño ha traído la magnífica noticia de la construcción de un nuevo centro de arte patrocinado por la Fundación Louis Vuitton para la creación, que abrirá sus puertas a finales del 2009 o principios del 2010 en el Bois de Boulogne. Un "regalo" –como lo ha calificado el alcalde de París, Bertrand Delanoë- que ha hecho a su ciudad el patrón del grupo del lujo LVHM, Bernard Arnault, el hombre más rico de Francia. A falta de conocer el contenido del nuevo centro -la calidad de su colección permanente y su papel como dinamizador de la creación artística-, basta el continente para levantar ya el entusiasmo. La sede de la fundación, un edificio totalmente de cristal con forma de nube, ideado por el arquitecto norteamericano Frank Gehry, promete ser en sí mismo una maravilla. Además de la última aportación de París –¡una más!- a los amantes del arte de todo el mundo.
No deja de ser curioso que, en este debate, París haya tomado a Barcelona como referencia, como modelo incluso de ciudad dinámica, pujante y avanzada. ¡Qué poder el de las imágenes! La capital catalana logró en 1992, gracias a los Juegos Olímpicos, instalar en todo el mundo una imagen de marca inmejorable que, pese al tiempo y los avatares transcurridos desde entonces, está lejos de haber caducado. Expresión urbana de la atracción que genera hoy la España de Zapatero, París siente una enorme fascinación por Barcelona, aún cuando siguen sobrando motivos para que sea al revés.
Cierto, la brillante imagen de París en todo el mundo tiene, también, algo de falso. Mucho de leyenda. Subir hoy las empinadas cuestas de Montmartre, pasear por la bulliciosa plaza del Tertre, tiene muy poco que ver con el tiempo en que el joven Josep Pla –llegado en abril de 1920 como corresponsal de La Publicitat- deambulaba por sus calles en compañía de su amigo Joaquim Borralleras. Tampoco es ya lo que fue Montparnasse, el barrio que todavía en aquella época reunía a lo más granado de los artistas y pintores de todo el mundo, desde Mondrian a Chagall, de Calder a Giacometti (Picasso no, Picasso vivía en un barrio acomodado cerca de los grandes bulevares). Un barrio que atraía por igual a bohemios y vividores de toda ralea y condición, incluidas "las heces de Greenwich Village", como definía sin piedad a los norteamericanos que frecuentaben en aquella época el Café Rotonde el entonces corresponsal del Toronto Star Weekly en la capital francesa, Ernest Hemingway.
El mito de los grandes maestros del impresionismo sigue llevando por miles a los visitantes de París a la cima de Montmartre, donde se yergue el estrambótico templo del Sacré-Coeur –una "arquitectura de tumefacciones", en palabras de Pla-. Pero el halo de los Renoir, Monet, Cézanne, Degas y compañía se esfumó hace ya mucho tiempo. Su lugar lo ocupan hoy acuarelistas, autores de postales naïf para turistas y caricaturistas mediocres. Montmartre es un parque temático. ¿Y no lo es una buena parte de París?
París dejó de ser la capital mundial del arte, la cuna de las vanguardias pictóricas, en 1940, cuando la ocupación nazi forzó el exilio de la intelectualidad europea. Hitler acabó con una hegemonía de más de un siglo, que a partir de ese momento cruzó el Atlántico para instalarse en Nueva York. "Después de 1940 se acabó: París, provincializada ella misma a escala mundial, no es más que un problema de urbanismo y demografía", afirmaba en 1980 el escritor Julien Gracq, una opinión que comparte –amplificada, si cabe, por el tiempo- Patrice Higonnet en su libro "París, capital del mundo", publicado hace unos meses y donde repasa el papel histórico de la capital francesa: "París ya no es hoy la capital del arte. Pero ¿dónde está ese lugar? ¿En Nueva York todavía? Podría hablarse también de Los Angeles, Londres o simplemente internet. París no ha sido la capital del siglo XX y no será la capital del siglo XXI".
Y, sin embargo, la fuerza del mito es inmensa. Cada año, 75 millones de turistas visitan Francia y recalan en París, desafiando la fama de inhospitalarios de los franceses y la mala educación de los camareros, en busca de esa leyenda. Algunos acaban digiriendo mal la distancia entre lo imaginado y lo real. Y en especial los japoneses, que han empezado a sufrir un cuadro clínico conocido ya como Síndrome de París y que a diferencia del Síndrome de Stendhal –patentado por el escritor francés en Florencia- no es fruto de la saturación de belleza, sino de la desilusión y el choque con una cultura diferente. "Ven el Montparnasse de los años locos, Manet, Renoir, y parisinos vestidos como los grabados de moda. Una vez en el sitio, el decorado está allí, en parte, pero todo funciona a la francesa", afirmaba recientemente al respecto en las páginas de Le Figaro el presidente de la Sociedad Franco-japonesa de Medicina, Mario Renoux.
Para gustar, uno se ha de querer. Y hoy, Francia se quiere más bien poco. Una vaga depresión aqueja en este inicio de siglo a la sociedad francesa, inclinada como nunca a ver los cambios del mundo con los trazos gruesos y oscuros del pesimismo, a buscar desesperada e inútilmente refugio en el conservadurismo. El no es la nueva divisa. "Francia es un país paralizado por los funcionarios y por los que quieren serlo. Quieren seguridad toda la vida en un mundo que sólo avanza gracias a la incertidumbre", se lamentaba recientemente en La Vanguardia el octogenario Edgard Morin. La larga crisis del CPE, el fracasado contrato para jóvenes ideado por Dominique de Villepin, ilustra este estado de espíritu conservador que emponzoña todo lo que toca.
Pero la fuerza de la Ville Lumière sigue siendo inmensa. París no será ya la capital del mundo, no estará en uno de los mejores momentos de su historia, pero sigue exhibiendo –mal que les pese a los declinólogos- un dinamismo cultural envidiable y un constante afán por renovar su oferta. El año 2006 ha estado preñado de acontecimientos remarcables, desde la recuperación del museo de la Orangerie –ese pequeño templo del impresionismo- completamente remozado, hasta la reapertura del Museo de Bellas Artes y del auditorio Pleyel, pasando por la inauguración del nuevo puente peatonal Simone de Beauvoir –el 37º viaducto que atraviesa el Sena-, una estilizada pasarela suspendida sobre el río obra del arquitecto austríaco Dietrich Feichtinger, que une desde este verano la Biblioteca François Mitterrand y el parque de Bercy –sede, entre otras cosas, de la Filmoteca-, una zona que está experimentando una gran transformación.
La estrella del año, si no del decenio, ha sido indudablemente la apertura del Museo de las Artes Primeras –que no primitivas-, más conocido como museo del Quai Branly por su ubicación, junto a la torre Eiffel. Es el legado cultural que Jacques Chirac, como todo presidente de la República que se precie, de Pompidou a Mitterrand, ha querido dejar a la ciudad y al país. Obra artística en sí mismo, el complejo lleva la firma del arquitecto Jean Nouvel, que ha ideado un edificio sorprendente y original para albergar lo mejor del arte originario de las civilizaciones de África, América, Asia y Oceanía.
El proyecto, que ha tardado más de una década en materializarse, era una vieja aspiración personal de Jacques Chirac, un enamorado del arte no occidental desde su adolescencia, cuando fue introducido en los secretos de las civilizaciones antiguas por un viejo profesor ruso, monsieur Belanovitch, al que acudió inicialmente para tomar clases de ¡sánscrito! El presidente francés, convertido con los años en un experto en la materia y en un coleccionista apasionado, ve su museo como un altar de homenaje y reconocimiento a las civilizaciones no occidentales, en absoluto el museo neocolonialista que algunos críticos han querido ver en él.
Unos proyectos culminan y otros acaban de nacer. Otoño ha traído la magnífica noticia de la construcción de un nuevo centro de arte patrocinado por la Fundación Louis Vuitton para la creación, que abrirá sus puertas a finales del 2009 o principios del 2010 en el Bois de Boulogne. Un "regalo" –como lo ha calificado el alcalde de París, Bertrand Delanoë- que ha hecho a su ciudad el patrón del grupo del lujo LVHM, Bernard Arnault, el hombre más rico de Francia. A falta de conocer el contenido del nuevo centro -la calidad de su colección permanente y su papel como dinamizador de la creación artística-, basta el continente para levantar ya el entusiasmo. La sede de la fundación, un edificio totalmente de cristal con forma de nube, ideado por el arquitecto norteamericano Frank Gehry, promete ser en sí mismo una maravilla. Además de la última aportación de París –¡una más!- a los amantes del arte de todo el mundo.
8 comentarios
César Pasadas -
Por supuestísimo...y tanto que sí... Acaso lo dudabas?
Barcelona es referencia, je,je!
París fué, sí, es obvio...pero eso pasó. Sí que es cierto que "quien tuvo retuvo", pero seamos realistas: las ciudades en ningún caso deben convertirse en parques temáticos ni en ilusiones ópticas captadas por los ojos ansiosos de los deboradores de paisaje y coleccionistas de destinos turísticos. Las ciudades fueron y se crearon para y por las personas. La Ciudad de la Luz es ahora la de las sombras del capitalismo más feroz, la de las multinacionales del ocio y de pseudo-empresarios tratantes de arte que juegan a tiempos remotos en el ya avanzado siglo XXI. París encarna no obstante, la visión artística de famosos personajes que políticos y administradores supieron vender internacionalmente con aínco. Pero estas tendencias, son eso, tendencias,... y como tales, no dejan de ser modas. Si la moda de visitar New York y su Gran Manzana estaba caduca, surgió el espectáculo de la nueva moda: visitar la zona Zero (actualmente con más visitantes al año que las cataratas del Niágara).
Aunque no lo parezca, en Barcelona se vive, existen personas (a parte del cercano millón de turistas), y también se muere en soledad; pero no ha dejado de ser ciudad. La suerte, supongo, es que ya hemos madurado y no nos dejamos llevar del todo por tendencias extrangeras que en tiempos de fin de autarquía soñaba cualquier "españolito" frustrado. Ahora bién, Barcelona en breve, estará rozando la "parquetematicación" si las administraciones y el propio pueblo no llegan a consenso vital: la convivencia econòmico-cultural. El cosmopolitismo puede llegar a colapsar la realidad barcelonesa: en la actualidad se hablan 200 lenguas en la ciudad (y no sabía yo que había tantas?!) y todavía nos peleamos por el catalán o el castellano.
En fí Pepe, que tadas las urbes, cuando dejan de serlo, se convierten en centros de riqueza intentando apoyarse en una historia o legenda, con la que atraed al público del terciario deseoso de gastar dinero en cualquier cosa. De momento nosotros, seguimos teniendo mar..., Nuestro Mar!
Un saludo.
Teresa -
Eso si, después de la experiencia Madrileña, sé que no me voy a vivir a una ciudad tan grande, ni que me paguen la estancia...
besos
Gatopardo -
Gatopardo -
Ahora bien, lo que leo es que están haciendo los aragoneses un gran esfuerzo por convertir Zaragoza en una ciudad del futuro. Y es que en periodismo funcionan las construcciones simbólicas, que no tienen nada que ver con la realidad, porque a los malditos les gusta más una frase hecha, un lugar común que a un tonto una batuta.
Hasta que a los pobres turistas japoneses les dé por sindicarse y demanden por daños y perjuicios y publicidad engañosa, y ganen el juicio. Porque ellos van siguiendo la estela de "Un americano en París" y "Gigi", como quien más y quien menos, y le atizan una de museos.
Los muy bordes.
Fernando Sarria -
Pepe Cerdá -
Así que has vivido en Belleville y en el deuxiemme.
Yo en Kremlin Bicetre, en el Boulevard Jourdan, en la Avenue de Versailles y en algunos sitios más.
De estos parises; el tuyo y el mío, no se habla en el artículo. El artículo se refiere al imaginario que tenemos de París antes de ir; y de la engañosa imagen que pretenden vender aún los franceses de su capital. Que es la que fue. Ahora siendo cosa distinta y viviendo entre los decorados de su pasado es como una vieja aztriz del cine mudo manejada cuan marioneta por jovenes expertos en mercadotecnia, en turismo y en parques temáticos.
París es hoy, antes que nada, y hablando en términos económicos un destino turístico mundial, y eso es mucha pasta.
Gatopardo -
Así es que no sé cómo llegáis a saber lo que opina París ni Francia... ni siquiera es fácil que la opinion de la comunidad de propietarios sea homogénea.
(¿Vamos a montar una buena polémica con esto o me vas a seguir frustrando?
José Luis -
Perdona mi ignorancia, pero a quien le genera atarcción la España de Zapatero?