Miguel Mena. El escritor con el ego domesticado.
Un hombre que camina es un hombre que cavila. Nótese que digo cavila, no digo piensa, ni digo reflexiona, ni digo reza. Entre estas palabras, aparentemente sinónimos, existe ,más o menos, la misma distancia que entre los términos platicar y conversar. El cavilante, además de andarín, es, casi por definición, un platicante, con los otros y consigo mismo, es decir: del mismo modo que el verdadero caminante camina sin rumbo, el cavilante que platica no busca llegar a un fin en la conversación, no quiere imponer su criterio; al contrario, lo que quiere es sorprenderse con lo que dice, al tiempo que lo dice. Ese es el juego, dejar que las ideas den vueltas por la cabeza sin destino ni fin. Es, precisamente por esto, por lo que que la cabeza es redonda, para que los pensamientos puedan cambiar libremente de dirección.
Miguel Mena es, además de todo esto, un periodista, es decir, un escritor con el ego domesticado, que es el mejor modo de tenerlo. Pero un periodista de los de verdad, de los de antes, con perdón; un periodista como Camba, como Chavez Nogales, como Gómez Carrillo; y sobre todo como Pla, y como su maestro Pio Baroja.
Un periodista de los tiempos en los que la imagen gráfica no estaba desarrollada y era el prosita el encargado de llevar al lector al sitio desde el que empezar a contar. Del mismo modo que Gomez Carrillo te hace pasar calor en el Cairo, o Pla te mece en el traqueteo del autobús, Mena te hace caminar y te hace ver las cosas mil veces miradas pero nunca vistas en nuestra ciudad y su entorno. Aquí es donde se acerca más a Pla, puesto que el viaje de Mena no es por parajes exóticos, o recién conocidos. Es justo lo contrario, él viaja por el recorrido mil veces transitado. Cuenta que gusta de tomar café en la cafetería del Hotel Ibis, justo enfrente del Pilar, al lado del puente de Piedra, donde puede sentirse como un recién llegado y mirar su ciudad con los mejores ojos. Con los ojos del extranjero.
Cuando el escritor con el ego domesticado habla de Daniel, su hijo, ha de domesticar también al padre, para, que de este modo ocurra lo único que ha de ocurrir y es: narrar las cosas, los hechos y los sentimientos desde el único modo posible y al tiempo, paradójicamente, de un modo inusual en la literatura más al uso: desde la máxima objetividad. Así simple y llanamente, como lo hacen los periodistas, los buenos periodistas. Sin impostar el discurso, sin opinar. Mantener la distancia en este caso, es especialmente meritorio, nada más fácil, y más humano, que excederse y caer en la tentación de cargar las tintas, cuando se habla de padres o de hijos.
Este modo de mirar es el verdadero protagonista del libro de Miguel Mena titulado 1863 pasos y que, aparentemente, es un libro de viajes.
Narra tres marchas:
La primera siguiendo la línea férrea del antiguo ferrocarril de Utrillas. De la estación de Zaragoza, ahora disfrazada impúdicamente de centro comercial, que tiene algo de animal disecado y convertido en objeto, como las guitarras hechas con caparazones de armadillos que suelen traer los turistas como trofeo tras un viaje a Sudamérica, a la estación de Utrillas, dignamente en ruinas y en desuso. En este viaje invita a hablar a las personas que tienen memoria de lo que fue y alterna sus cavilaciones con los testimonios de los testigos.
La segunda, narra un personal pulso con el Moncayo. Este viaje, y el siguiente, los inicia desde el portal de su casa, como dios manda, y vuelve a entreverar sus cavilaciones con sucedidos, con exquisita distancia, aún cuando el sucedido se trate de la enfermedad de su hijo. Es, un poco, como un cuaderno de bitácora, donde los hechos por dramáticos que sean, han de narrarse con prosa llana y eficaz, y ese es precisamente su mérito y por eso sirven para el siguiente navegante, hasta la culminación en la cumbre del Moncayo.
La tercera nos cuenta recorrido que da título al libro, los 1863 pasos que ha de dar cada día desde su casa al trabajo. Este relato es excepcional, en el lo que se nos propone es descubrir la cotidianidad. Es, en definitiva, un manual para que miremos el mundo, desde el único sitio posible: el nuestro, pero con ojos asombrados.
En el relato va del pasado al presente con una gran agilidad, nos sitúa en el año 1971 al comenzar a atravesar el puente de Piedra, en el centro del puente estamos en 1808 y en la última arcada en el 2002. Lo consigue hilvanado magistralmente tres hechos de importancia: la caída del autobús cargado de emigrantes al pozo San Lázaro ( y mientras nos narra esto nos subnarra lo de Dominguito de Val y su propia infancia, con cura pederasta incluido, en los Marianistas) ; la ejecución de tres héroes de la guerra de la independencia y la perdida, con el intento de rescate, de las gafas de su hijo Daniel. Todo esto en los apenas trescientos metros del puente. Y lo inaudito es la facilidad con lo que todo esto, aparentemente inconexo, nos va entrando. Es como si paseásemos a su lado y fuésemos hablando con él de todo y nada. Que es como se habla, y como se piensa normalmente, aunque esto no se vea reflejado ni en las tesis doctórales, ni en los textos literarios más al uso.
Este es el mayor de los logros del libro. La más absoluta falta de impostación y de palabrería, que hace que su compleja estructura, lejos de dificultar, haga fluir la narración con naturalidad, del mismo modo que se digieren las paellas de los felices domingos de verano, rodeados de los mejores amigos.
Miguel Mena es, además de todo esto, un periodista, es decir, un escritor con el ego domesticado, que es el mejor modo de tenerlo. Pero un periodista de los de verdad, de los de antes, con perdón; un periodista como Camba, como Chavez Nogales, como Gómez Carrillo; y sobre todo como Pla, y como su maestro Pio Baroja.
Un periodista de los tiempos en los que la imagen gráfica no estaba desarrollada y era el prosita el encargado de llevar al lector al sitio desde el que empezar a contar. Del mismo modo que Gomez Carrillo te hace pasar calor en el Cairo, o Pla te mece en el traqueteo del autobús, Mena te hace caminar y te hace ver las cosas mil veces miradas pero nunca vistas en nuestra ciudad y su entorno. Aquí es donde se acerca más a Pla, puesto que el viaje de Mena no es por parajes exóticos, o recién conocidos. Es justo lo contrario, él viaja por el recorrido mil veces transitado. Cuenta que gusta de tomar café en la cafetería del Hotel Ibis, justo enfrente del Pilar, al lado del puente de Piedra, donde puede sentirse como un recién llegado y mirar su ciudad con los mejores ojos. Con los ojos del extranjero.
Cuando el escritor con el ego domesticado habla de Daniel, su hijo, ha de domesticar también al padre, para, que de este modo ocurra lo único que ha de ocurrir y es: narrar las cosas, los hechos y los sentimientos desde el único modo posible y al tiempo, paradójicamente, de un modo inusual en la literatura más al uso: desde la máxima objetividad. Así simple y llanamente, como lo hacen los periodistas, los buenos periodistas. Sin impostar el discurso, sin opinar. Mantener la distancia en este caso, es especialmente meritorio, nada más fácil, y más humano, que excederse y caer en la tentación de cargar las tintas, cuando se habla de padres o de hijos.
Este modo de mirar es el verdadero protagonista del libro de Miguel Mena titulado 1863 pasos y que, aparentemente, es un libro de viajes.
Narra tres marchas:
La primera siguiendo la línea férrea del antiguo ferrocarril de Utrillas. De la estación de Zaragoza, ahora disfrazada impúdicamente de centro comercial, que tiene algo de animal disecado y convertido en objeto, como las guitarras hechas con caparazones de armadillos que suelen traer los turistas como trofeo tras un viaje a Sudamérica, a la estación de Utrillas, dignamente en ruinas y en desuso. En este viaje invita a hablar a las personas que tienen memoria de lo que fue y alterna sus cavilaciones con los testimonios de los testigos.
La segunda, narra un personal pulso con el Moncayo. Este viaje, y el siguiente, los inicia desde el portal de su casa, como dios manda, y vuelve a entreverar sus cavilaciones con sucedidos, con exquisita distancia, aún cuando el sucedido se trate de la enfermedad de su hijo. Es, un poco, como un cuaderno de bitácora, donde los hechos por dramáticos que sean, han de narrarse con prosa llana y eficaz, y ese es precisamente su mérito y por eso sirven para el siguiente navegante, hasta la culminación en la cumbre del Moncayo.
La tercera nos cuenta recorrido que da título al libro, los 1863 pasos que ha de dar cada día desde su casa al trabajo. Este relato es excepcional, en el lo que se nos propone es descubrir la cotidianidad. Es, en definitiva, un manual para que miremos el mundo, desde el único sitio posible: el nuestro, pero con ojos asombrados.
En el relato va del pasado al presente con una gran agilidad, nos sitúa en el año 1971 al comenzar a atravesar el puente de Piedra, en el centro del puente estamos en 1808 y en la última arcada en el 2002. Lo consigue hilvanado magistralmente tres hechos de importancia: la caída del autobús cargado de emigrantes al pozo San Lázaro ( y mientras nos narra esto nos subnarra lo de Dominguito de Val y su propia infancia, con cura pederasta incluido, en los Marianistas) ; la ejecución de tres héroes de la guerra de la independencia y la perdida, con el intento de rescate, de las gafas de su hijo Daniel. Todo esto en los apenas trescientos metros del puente. Y lo inaudito es la facilidad con lo que todo esto, aparentemente inconexo, nos va entrando. Es como si paseásemos a su lado y fuésemos hablando con él de todo y nada. Que es como se habla, y como se piensa normalmente, aunque esto no se vea reflejado ni en las tesis doctórales, ni en los textos literarios más al uso.
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7 comentarios
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