CUANTO VEN LOS SORDOS
El otro día, en el bar de la Emi, el bar de la plaza de Villamayor, el sitio donde paso todas las mañanas demorando el momento de ponerme a pintar, me dí cuenta de cuanto ven los sordos. Me explico: baje el volumen de atención conceptual, cosa que, moderadamente, hago sistemáticamente, pero aquel día lo baje del todo; y de un golpe lo comprendí.
El hombre aprendió a hablar cuando tuvo necesidad de mentir, he leído por ahí, esta es la cuestión. Las muecas de ellas al referirse al guapo camarero, el orden que se establece en la barra en función de la importancia del parroquiano, el modo en el que falsas risotadas salientes de congestionadas caras envuelven el local, todo es danza, ritual cortés. Hay, sin embargo, ciudadanos que no existen, que no hacen ningún ruido, que no hablan y por lo tanto no mienten. Nadie se percata de que existen, ya han perdido, ya no tienen de que reírse, y miran con tanta verdad que nadie les aguanta la mirada. Son como muebles del local. Ya tienen la vida vivida, saben que a nadie les importa lo que tienen que contar, ni siquiera a ellos mismos. En los bares de ciudad, a menudo ni les dejan entrar, pero en los pueblos es distinto, como en las grandes familias todo pasa a un tiempo: los niños nacen, los abuelos mueren, las fiestas y las desgracias se celebran por igual y a los que no existen todavía se les sirve, se les sirve con desdén y se les ignora, hasta que revienten delante de todos, como siempre.
El otro día, cuando no oía a nadie, mi mirada se cruzó con la suya y lo comprendí todo en un instante, y lo olvide después porque yo, ni sé, ni quiero saber.
El hombre aprendió a hablar cuando tuvo necesidad de mentir, he leído por ahí, esta es la cuestión. Las muecas de ellas al referirse al guapo camarero, el orden que se establece en la barra en función de la importancia del parroquiano, el modo en el que falsas risotadas salientes de congestionadas caras envuelven el local, todo es danza, ritual cortés. Hay, sin embargo, ciudadanos que no existen, que no hacen ningún ruido, que no hablan y por lo tanto no mienten. Nadie se percata de que existen, ya han perdido, ya no tienen de que reírse, y miran con tanta verdad que nadie les aguanta la mirada. Son como muebles del local. Ya tienen la vida vivida, saben que a nadie les importa lo que tienen que contar, ni siquiera a ellos mismos. En los bares de ciudad, a menudo ni les dejan entrar, pero en los pueblos es distinto, como en las grandes familias todo pasa a un tiempo: los niños nacen, los abuelos mueren, las fiestas y las desgracias se celebran por igual y a los que no existen todavía se les sirve, se les sirve con desdén y se les ignora, hasta que revienten delante de todos, como siempre.
El otro día, cuando no oía a nadie, mi mirada se cruzó con la suya y lo comprendí todo en un instante, y lo olvide después porque yo, ni sé, ni quiero saber.
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B. -