Dos amigos
Por fin vino el fontanero y reparó la caldera. Lo de reparar es un decir. Más bien me humilló. Resulta que las calderas tienen un termostato interno que se dispara cuando alcanzan una determinada temperatura. Cuando esto ocurre emerge un microscópico botoncito gris, perfectamente disimulado, y dejan de funcionar. La reparación ha consistido en apretar este botoncito, y ya está. Sin comentarios.
Ayer comí con Pérez y Jerónimo. Dos ciudadanos singulares de esta, mi ciudad. Pérez es arquitecto y Jerónimo boticario y perfumista. Esto es lo que pone en sus sendas licencias fiscales, pero no les explica en absoluto. Es sólo su tapadera, en realidad a lo que se dedican es a llenar, y a llenarse, de contenido. Son amables, cultos, curiosos y generosos. Gustan de las cosas bellas y suaves. No suelen hacer ostentación de su vanidad, a no ser que sea en legítima defensa. Cosa, que como ya van cumpliendo años, ocurre cada vez menos. Y se atreven a ser y vestir, como ellos son y visten, en una ciudad en la que, tras ocupar una cierta posición, el mero hecho de pasear por el centro, en invierno, sin vestir un loden o una teba, es una absoluta provocación.
Yo tengo la suerte de que me quieran y de que me consideren su amigo. A veces comemos y lo pasamos bien. Les adorna una notable erudición que a veces es apabullante. Ayer anduvieron hablando de historiadores de arte que habían estudiado el renacimiento, y yo me perdí en la primera vuelta. Los únicos que conocía eran a Warburg y, por supuesto a, Gombrich, pero soltaron una retahíla de nombres extranjeros de los que no tenía ni idea. Luego fui con Jerónimo a la librería de Pepito (Pepito no estaba) y compramos algunos libros. Allí estaba Pepe Melero, que cuando sonríe y te abraza te arregla el día, que gran tipo. Luego dejé a Jerónimo en su botica y me fui a las cosas de mi oficio, que por onerosas no voy a relatar aquí. Mañana más.
Ayer comí con Pérez y Jerónimo. Dos ciudadanos singulares de esta, mi ciudad. Pérez es arquitecto y Jerónimo boticario y perfumista. Esto es lo que pone en sus sendas licencias fiscales, pero no les explica en absoluto. Es sólo su tapadera, en realidad a lo que se dedican es a llenar, y a llenarse, de contenido. Son amables, cultos, curiosos y generosos. Gustan de las cosas bellas y suaves. No suelen hacer ostentación de su vanidad, a no ser que sea en legítima defensa. Cosa, que como ya van cumpliendo años, ocurre cada vez menos. Y se atreven a ser y vestir, como ellos son y visten, en una ciudad en la que, tras ocupar una cierta posición, el mero hecho de pasear por el centro, en invierno, sin vestir un loden o una teba, es una absoluta provocación.
Yo tengo la suerte de que me quieran y de que me consideren su amigo. A veces comemos y lo pasamos bien. Les adorna una notable erudición que a veces es apabullante. Ayer anduvieron hablando de historiadores de arte que habían estudiado el renacimiento, y yo me perdí en la primera vuelta. Los únicos que conocía eran a Warburg y, por supuesto a, Gombrich, pero soltaron una retahíla de nombres extranjeros de los que no tenía ni idea. Luego fui con Jerónimo a la librería de Pepito (Pepito no estaba) y compramos algunos libros. Allí estaba Pepe Melero, que cuando sonríe y te abraza te arregla el día, que gran tipo. Luego dejé a Jerónimo en su botica y me fui a las cosas de mi oficio, que por onerosas no voy a relatar aquí. Mañana más.
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