MIS BOTAS "CLETAS"
Hoy me he puesto mis viejas botas Cletas. Aún conservan vagamente el llamativo color rojo que tuvieron. Las botas Cletas , fardonas y de colores, sustituyeron (casualmente en la transición) a las Chirucas, agro-cinegéticas y marrones.
Si en los años posteriores a la guerra civil una sombrereria de la plaza Mayor de Madrid lanzo aquel slogan de : Los rojos no usaban sombrero; en el final de los setenta, quizás, se podía haber dicho: Los franquistas no llevaban botas Cletas.
Recuerdo perfectamente el día que me las compró mi Madre. Al día siguiente me iba de campamentos,( ¡mixtos!), Ya teníamos: la mochila, la cantimplora, los cubiertos, el saco de dormir...pero no quedaban botas Cletas de mi número en ninguna tienda de deportes de la ciudad. Era terrible; acudir al campamento calzado con mis marrones botas Chirucas era semióticamente inaceptable. Yo sabía que jamás podría salir de patrulla nocturna con ella calzado así. Ella jamás se fijaría en mí, siempre miraba de abajo a arriba, si yo calzaba esas feas prótesis amarronadas. Nadie pertrechado así podía aspirar a amarla. Pero, claro, todo esto no se lo podía explicar a mi madre.
Por fin encontramos, en una insólita tienda de deportes en un pasaje comercial de barrio, un par. Seguramente el último que había en Zaragoza, en aquella víspera de campamentos. Sólo eran tres números más grandes del que yo calzaba entonces. No era grave, nada que no se pudiera arreglar con dos pares de calcetines. A cambio eran rojas, de un rojo choricero e insultante.
Han pasado treinta años desde aquel día. Yo he cambiado una docena de veces de casa, de ciudad, de país. Y en todos y cada uno de mis equipajes han estado mis botas. Desde entonces prácticamente nunca me las he puesto, pero siempre han estado por ahí.
Hoy me he vestido con un mono naranja y azul de Repsol, que uso para pintar. He bajado al baño para calzarme y allí estaban. La señora de la limpieza había ordenado una especie de desván que hay debajo de la escalera y había considerado que las botas debían de estar en su sitio; en el zapatero del baño. Me las he puesto y he recuperado parte de aquella extraña y vagamente erótica excitación que me producía ponérmelas entonces. Ahora son ya de mi número. Como cada mañana me he dirigido al bar de la plaza de Villamayor para tomar café. Al caminar sobre ellas he notado algo que me ha producido una triste melancolía. Hacen ruido. La goma al chocar con el suelo produce un taconeo que antes no existía. La suela Vivram, que así se llamaba, ha perdido casí toda su elasticidad, es casi como si fuera de madera. Y es; que treinta años, al contrario de lo que dice el tango, son mucho.
Si en los años posteriores a la guerra civil una sombrereria de la plaza Mayor de Madrid lanzo aquel slogan de : Los rojos no usaban sombrero; en el final de los setenta, quizás, se podía haber dicho: Los franquistas no llevaban botas Cletas.
Recuerdo perfectamente el día que me las compró mi Madre. Al día siguiente me iba de campamentos,( ¡mixtos!), Ya teníamos: la mochila, la cantimplora, los cubiertos, el saco de dormir...pero no quedaban botas Cletas de mi número en ninguna tienda de deportes de la ciudad. Era terrible; acudir al campamento calzado con mis marrones botas Chirucas era semióticamente inaceptable. Yo sabía que jamás podría salir de patrulla nocturna con ella calzado así. Ella jamás se fijaría en mí, siempre miraba de abajo a arriba, si yo calzaba esas feas prótesis amarronadas. Nadie pertrechado así podía aspirar a amarla. Pero, claro, todo esto no se lo podía explicar a mi madre.
Por fin encontramos, en una insólita tienda de deportes en un pasaje comercial de barrio, un par. Seguramente el último que había en Zaragoza, en aquella víspera de campamentos. Sólo eran tres números más grandes del que yo calzaba entonces. No era grave, nada que no se pudiera arreglar con dos pares de calcetines. A cambio eran rojas, de un rojo choricero e insultante.
Han pasado treinta años desde aquel día. Yo he cambiado una docena de veces de casa, de ciudad, de país. Y en todos y cada uno de mis equipajes han estado mis botas. Desde entonces prácticamente nunca me las he puesto, pero siempre han estado por ahí.
Hoy me he vestido con un mono naranja y azul de Repsol, que uso para pintar. He bajado al baño para calzarme y allí estaban. La señora de la limpieza había ordenado una especie de desván que hay debajo de la escalera y había considerado que las botas debían de estar en su sitio; en el zapatero del baño. Me las he puesto y he recuperado parte de aquella extraña y vagamente erótica excitación que me producía ponérmelas entonces. Ahora son ya de mi número. Como cada mañana me he dirigido al bar de la plaza de Villamayor para tomar café. Al caminar sobre ellas he notado algo que me ha producido una triste melancolía. Hacen ruido. La goma al chocar con el suelo produce un taconeo que antes no existía. La suela Vivram, que así se llamaba, ha perdido casí toda su elasticidad, es casi como si fuera de madera. Y es; que treinta años, al contrario de lo que dice el tango, son mucho.
2 comentarios
Pepe Cerdä -
Sólo unos años más tarde, convertido ya en un canalla con el único objeto de no defraudarlas, la noche de madrugada me la devolvio, como el mar vomita en las playas los pecios de los naufragios. Pero eso ya es otra historia...
Miguel -