De lo que fue y ya no es.
Ayer anduve paseando por el barrio del gancho de Zaragoza, ahora llamado casco histórico.. Yo, aunque nací en un pueblo de Huesca, a partir del primer mes de mi vida habité allí. Y allí viví en media docena de casas hasta que me fui a Madrid. Lo conocí muy bien.
Y digo bien cuando digo “conocí” porque hoy ya no lo conozco. Ahora el inexorable paso del tiempo, acelerado por la bonanza económica, lo ha convertido en otro lugar muy distinto al que yo atesoraba en mi cabeza. Quizás un lugar más higiénico, sí, pero desde luego es otro.
Hacía más de quince años que no lo exploraba como hice ayer. Algunas calles literalmente han desaparecido. Como la calle Echeandía que ahora la habitan solares desde los cuales se divisa un descarnado cabaret: “El Oasis”, imposible de divisar hace una década. En esta calle ya no está ni el taller de Carlos García, alias “el feo” ayudante ocasional de mi padre e inventor de todo tipo de artilugios. Tampoco está la platanera ni su pequeña tienda en la que, como era natural, sólo se vendían plátanos. Arrasado está el taller de carpintería al final del callejón sin salida que regentaban dos hermanos adorables y que me trataban muy bien. No están las tiendas de ropa usada y correajes militares. En la calle San Pablo ya no está la tienda de vinos de la esquina con Broqueleros; y en la calle Broqueleros ya no queda ni traza del pequeño edificio que fue taller de Alberto Pagnussat en el que tantas tardes pasé. Gregorio Millas ya no tiene su taller enfrente. Ahora hay una neo tasca de tapas de diseño en la que tome un amargo y frío vino con una croqueta más gélida aún. A la vuelta, ya en la calle San Blas. Ya no está la tienda de ultramarinos de Vicente. Ahora es una tienda de productos Rumanos. Tampoco está, casi en la esquina con la calle Conde de Aranda, la tienda de novelas, tebeos y chucherías, que regentaban dos ancianas y de la que mi hipotálamo aún recuerda su olor a humedad, salitre y gato.
No está el edificio en el que estaba Gráficas Donosti cuyo dueño había hecho la mili con mi padre y me regalaba cuartillas y lápices.
No está la casa vivida de mi niñez: Ramón y Cajal número siete. Ahora es un ridículo edificio de ladrillo caravista y adornos en hierro sobre los balcones al puro estilo post-neo cateto. Abajo en lugar de la tienda de electrodomésticos Urbano hay un bar que se llama Novo y que sin embargo ha nacido ya viejo. Enfrente ya no está la tienda y taller de reparación de máquinas de coser de Domingo Azcona y su hermano Eloy. Ahora hay una tetería árabe...
Y así seguiría, y seguiría. Pero no quiero cansarles con este ridículo ejercicio nostálgico.Sólo quiero hacerles notar que sólo en mi cabeza existe lo que fue. Del mismo modo que solamente en sus cabezas viven sus paisajes y recuerdos. Es ley de vida, ya lo sé. Pero saberlo no me impide sentir una punzada en el alma.
2 comentarios
Inde -
Pero nosotros sí la sentimos, sí. Y esa punzada...
Javier -