Del estador de Barbastro.
El otro día, después de la presentación de la reedidición de su estupendo libro “El museo de la soledad”, me contó Castán, -Carlos Castán- , una preciosa micro historia, como sólo las sabe contar él.
Me contó la historia del “estador” de Barbastro. Al “estador” le llamaban “el estador” porque se paso la vida encaramado a una banqueta de un bar de Barbastro sin decir ni esta boca es mía, ni desarrollar otra actividad que la de “estar ahí”.
Todo el mundo lo sabía y a todo el mundo le parecía bien. Rompió su silencio en dos ocasiones en toda su vida.
La primera en un día de verano en el qué se arrancó inopinadamente con esta frase:
-¡Parece que ha salido el sol hoy... !
Y se quedó unos segundos sin terminarla. La expectación y el asombro en el bar eran máximos. Hasta que por fín la remató.
-...¡bien valiente!.
Tras la cual calló y cayó otra vez en el mutismo más absoluto.
Años más tarde rompió su mudez con otra frase, la segunda de su vida, que pronunció poco antes de morir. Esta frase vino provocada porque un ciudadano de Barbastro con un hijo retrasado iba buscando a otros con alguna discapacidad síquica o retraso, para organizarse entre todos y conseguir crear un centro de día dónde atenderles conjuntamente. La administración era receptiva a su proyecto pero necesitaba, para cumplir la normativa al respecto, un determinado número de discapacitados en la ciudad de Barbastro como requisito obligatorio. Como no encontraba los suficientes pensó en hablar con “el estador” qué, aún sin estar diagnosticado, y asumido con naturalidad por toda la población como uno más, no parecía, a su juicio, estar muy bien de la cabeza, y quizá le serviría. El ciudadano, padre del retrasado y organizador del asunto del centro de día, se armó de paciencia y se fue a intentar convencer al “estador”. Cuentan que durante varios días le explicó pacientemente las bondades y ventajas que para él supondría su adhesión al proyecto del centro de día, y como el “estador” permanecía impasible, como si con él no fuera la cosa, como si le hablase a la pared. El padre no se dio por vencido a la primera y lo intentó convencer durante varias tardes. Al final desistió.
Y todo volvió a la normalidad, y pasaron los años. Y el “estador” seguía estando y a nadie en el bar parecía extrañarle su actitud.
Hasta que un día, varios años más tarde, vio pasar al padre del discapacitado por la acera de enfrente del bar; un poco avejentado por los años transcurridos, aunque no obstante, lo reconoció, y exclamó, sin venir a cuento y para sorpresa de los parroquianos acostumbrados a su presencia, como un mueble más del local, pero no a escucharle, la siguiente frase:
-¡ Hay va ese! .
Segundos de silencio expectante.
-¡Qué quería apuntarme... a una escuela....a una escuela... de tontolabas!
.
Y al poco falleció.
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Enrique -