De mi juvenil expriencia monástica..
Allá por el ochenta y dos, tras una situación sentimental transitoria que viví con la epopéyica estupidez de los veinte años recién cumplidos, pasé una pequeña temporada en el monasterio cisterciense de la Oliva, en el pueblo de Carcastillo, en Navarra.
Me enchufó Antonio Ansón, hoy estupendo escritor, a través de un cura de su barrio, de aquellos progresistas con chaqueta obrera de cremallera, que llamó al Abad del monasterio, que se llamaba Mariano, que acepto que fuese para allí y que me alojase en la hospedería.
Cogí un autobús de línea que creo que me llevó hasta Egea y luego otro que me dejó en Carcastillo. Allí me pasaría a buscar el Abad. Yo ya había leído la novela de Umberto Eco “El nombre de la rosa”, que había aparecido en España con un tremendo éxito aquél mismo año y tenía en mi cabeza un montón de ideas preconcebidas de lo que iban a ser el monasterio y su Abad, que necesariamente había de ser un Guillermo de Baskerville posmoderno. Estaba equivocado.
El autobús me dejó a la vera de un camino polvoriento y se alejó dejándome solo. El silencio era total, sólo roto por un par de moscas que zumbaban a mi alrededor. Hacía calor. No sé cuanto tiempo transcurrió, pero al rato el silencio lo rompió el rugido de un motor que atenuaba una canción de los Chunguitos a toda caña. Al llegar a mi altura frenó bruscamente e identifiqué el coche: un SEAT 131, supermirafiori, que entonces era el preferido de los macarras. La puerta del copiloto se abrió y pude ver al conductor. Un orondo monje con el hábito cisterciense que portaba unas gafas “Rayban” y llevaba un Marlboro entre los labios.
- Tú debes de ser Pepe, ¿No?. El padre Antonio me ha dicho que venías. Anda sube.
Me dijo. Nada más sentarme en el coche arrancó bruscamente dejando una gran polvareda tras el vehículo. En un plis plas estábamos en la puerta del monasterio y me presentó al hospedero: el hermano Rafael. Un poco más tarde mientras me acomodaba en mi celda me enteré, por un comentario del hospedero, de: que el que me había traído, el de las “Rayban”, era el Abad; que ningún monje fumaba pero cómo el Abad tenía que tratar con empresarios para vender los productos que se producían: un vino más que correcto, queso, chocolates, criaban cerdos y tenían un montón de hectáreas cultivadas, pues tenía que “alternar” y por eso fumaba. También era el único que tenía televisión y recibía periódicos, para estar al tanto del mundo y luego se lo contaba a la comunidad. Me dijo también, que el Abad había estado casado y que había tenido hijos, pero que perdió a toda su familia en un accidente y al quedarse solo le entró la vocación. El hermano Rafael era andaluz, creo recordar que de Cádiz y era muy parlanchín aún a pesar del supuesto voto de silencio. Me dijo que sólo hablaban lo imprescindible. Por lo que supuse que todo lo que me estaba contando era imprescindible.
En la cena conocí al resto de los hospedados y, para mi sorpresa, había un par de mujeres. Una de ellas, acababa de separarse de Emilio Fiel que era una especie de Gurú de la época que había fundado una especie de secta llamada la “Comunidad del arco iris” en Lizaso, cerca de Pamplona, dónde se hacían cursillos de depuración de todo tipo, pero los que más éxito tenían eran los de tantra yoga. La cosa consistía básicamente en follar sin correrse, bueno mejor dicho correrse pero para dentro, según me explicó poco después la señora, mirándome con ojos entre idos y seductores. Estaban también un Yonki que como tenía una tía monja lo habían metido allí para quitarle el vicio pero se escapaba todas las noche y se ponía hasta el culo, tal y cómo supe unos días más tarde; ya que yo le acompañaba, junto al tercero en discordia, que era un argentino veterano de la recién terminada Guerra de las Malvinas y que estaba rematadamente loco. Pero mi preferido era un tipo de Toledo al que llamábamos el “furor”.
Al “furor” le llamábamos el “furor” porque andaba todo el día salido persiguiendo a la del “Arco Iris” y cuando era rechazado, avergonzado y para hacerse perdonar por el altísimo, se metía entre las zarzas como San Benito a modo de penitencia. Volvía en perdición lleno de rasguños y nos hacía mucha gracia.
A veces en la cena entraba en trance y con los ojos en blanco comenzaba a gritar:
-¡Estoy en gracia de Dios!. ¡Me siento en Gracia de Dios!.
Y se levantaba y elevaba los brazos al cielo. A lo que el hermano Rafael le replicaba:
-¡ Quieres hacer el favor de callarte tontolaba!, ¡Si tú estas en gracia de Dios yo lo estoy más, que para eso soy monje, y no doy tanto por el culo!
Y así transcurrían las cenas en el recogimiento natural de este tipo de instituciones tan antiguas. Luego después del rezo tras la cena, creo que se llamaba “completas”, nos fugábamos saltando la valla: el yonki, el argentino y un servidor, a los pueblos de la zona en dónde nos pasaba de todo y encontrábamos sin mucha dificultad todo tipo de piscotrópicos tan comunes en aquella época y llegábamos a “maitines” en carne mortal.
No sé cuanto tiempo debí estar, puede que un mes más o menos, hasta que prácticamente nos echó el hospedero, al que no se la pegábamos. Nos dijo algo así.
-Vosotros ni tenéis vocación, ni la vais a tener, y este coche sale en media hora para Pamplona y estos señores son tan amables que os llevan. Así que ya estáis haciendo las maletas.
Y así terminó mi periodo místico y mi situación sentimental transitoria a la vez; tal y como había empezado; como empezaba y terminaba casi todo en aquel tiempo: en un autobús de línea.
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beatriz -
Antonio S. -