De la patria, la fe y la pintura.
Jacques-Louis David no fue solamente un pintor, fue fundamentalmente un patriota revolucionario, y por lo tanto un ingenuo con el ego desproporcionado.
Un patriota es alguien que se ha creído lo que le han contado con respecto al país en el que vive y que está por definición agraviado permanentemente por la existencia de los ”enemigos de su patria”. Estos son cambiantes, en función de los pactos que hagan sus superiores con sus vecinos, o quienesquiera que les apetezca pactar o cabrearse, según les dé.
Un patriota, también, es por definición hombre de tropa, alguien a quien hay que decirle lo que debe de hacer, por el bien de su patria, claro está. David sería, como artista, y como ciudadano, exactamente lo contrario de su contemporáneo Goya. Cosa que queda patente para un espectador medianamente sensible que observe la obra de uno y de otro.
El que le empezó a decir a David lo que debía pensar y hacer fue su amigo Robespiere que le nombró diputado de la Convención. Como diputado votó la muerte del rey y de la reina, de esta última se conserva un apunte del natural de su mano mientras era llevada a la guillotina. En este periodo, henchido de halagos, patriotismo y cargado de razón, pintó su mejor obra: el asesinato de Marat.
Tras la caída, y condena a muerte, de Robespiere es encarcelado hasta 1795. A la salida de la cárcel abre un taller y se reconcilia con su señora, a la que había abandonado para ocuparse mejor de sus tareas revolucionarias (esto es prueba de que había vuelto a ser un hombre vulgar). Vive unos años asqueado y humillado por ser solamente un pintor. Pinta, excelentes, retratos de burgueses, como el de su cuñado Sériziat y su hermana con su sobrina.
En 1797 conoce a Napoleón y su espíritu patriótico resurge con el ahínco con el que resurge el ego de los humillados. Vuelve a tener un señor del que recibir instrucciones de lo que se debe hacer, que es, ni más ni menos, que la imagen del imperio y de su emperador. Napoleón le encarga enormes telas, tan enormes como su imperio, y él se empecina en el trabajo con la desesperada fe de los elegidos. Pinta, entre otros, el cuadro de la coronación del emperador. El retrato de cómo un hombre simple, un militar corso, se erige a sí mismo en emperador, en presencia del mismísimo Papa. El cuadro, colosal (seis metros y medio por casi diez) viene a ser el paradigma del nuevo régimen y su factura es tan complicada para la época como una superproducción de Holliwood hoy.
Después de la caída de Napoleón huye a Bruselas dónde pasa los últimos años de su vida. Allí ejecuta una copia de la coronación de Napoleón al mismo tamaño que el original, encargo de unos hombres de negocios americanos, para ser enseñada ciudad por ciudad previo pago de entrada, un poco como anticipo de lo que luego va a ser la industria cinematográfica ( tras su vuelta de Estados Unidos en 1832 como consecuencia de la compra del cuadro por el estado francés a la sociedad americana que era propietaria se conservó, hasta hoy, en el palacio de Versailles). Imagino la humillación que tuvo que sentir el vencido pintor al repetir el cuadro paradigmatico del imperio para ser enseñado pueblo por pueblo como una barraca de feria.
En Bruselas pinta también su última gran obra, la única de grandes dimensiones que hace en su vida sin encargo previo. A la edad de setenta y seis años acomete una pintura de dos metros y medio por tres que representa a Marte desarmado por Venus y las Gracias. Tarda tres años en concluirla y moriría inmediatamente después. Es por lo tanto su último cuadro. Un cuadro malo y hortera, que seguro agrió sus últimos años. Supongo que se doblegó a lo que él entendía que era el gusto burgués de la época para que fuese fácilmente vendido tras su finalización y dejar algo de dinero a sus descendientes. El dinero es lo que más preocupa, y con razón, a los ancianos, sean estos artistas o no. Afortunadamente para él falleció el veintinueve de Diciembre de 1825 y se ahorro el disgusto de ver como no era vendido en la subasta de Abril del veintiséis en París. Y como era comprado por la irrisoria cifra de 6000 francos por la baronesa Meunier.
Y es que David, como buen patriota, como los perros de caza, necesitaba recibir pautas de comportamiento (u órdenes, o si se prefiere, que és más revolucionario: consignas). Las necesitaba en la vida y en la pintura. Su Arte sólo podía florecer al lado del poder, al tiempo que sólo él era capaz de encarnar, de traducir a pintura , la magneficiencia del poder cercano para él, en el caso de Robespiere o Napoleón, y creído a pies juntillas por él cómo lo mejor para la patria.. Nunca hubo tan buen vasallo sirviendo tan sinceramente a tan noble empresa, pero duró lo que duró, y pintó su último cuadro sin cliente, y sin saber a quien servir, en Bruselas.
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Anónimo -
(io)