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El monte

El monte

Lo que aquí llaman “el monte”, o “el secano”, para diferenciarlo de “la huerta” (que es, evidentemente, lo que se riega) en el resto de España lo llaman: el desierto de los Monegros.

 

La tierra es blanca y pedregosa. Cuando no se ara crecen matojos de tomillo, o de romero, o de esparto. De vez en cuando hay algún intento de reforestación con pinos que agónicamente resisten succionando la poca sustancia que del yeso, dónde penetran sus sedientas raíces, se puede sacar. Están plantados equidistantes, en formación, como en los ridículos implantes capilares, al estilo de pelo de muñeca. Alguna caseta derruida, viejas parideras construidas con la irregular piedra de yeso que en su versión más noble se llama alabastro. El viento arranca unos arbustos, que aquí llaman “capitanas” , que ruedan secos y en grupos, y que de lejos parecen manadas de bisontes.

 

Hay trincheras, y algún bunker de hormigón, y cuevas para el refugio de los mozos de reemplazo del treinta y seis, y para los que vinieron a gastar su juventud y sus anhelos; y a regar con su mierda, su sangre y su orín una tierra tan baldía como la guerra en la que les habían metido. Se encuentran botellas, latas oxidadas y algún casquillo de bala, que dan fe de que allí se estuvo, y se paso miedo, y sueño, y frio, y calor, y se lloró, y se rió con la etílica  e histérica risa de los que están desesperados, de los engañados, de los que no quieren que amanezca.

 

El silencio es ensordecedor, insoportable, agónico. El paso del tiempo se siente en la carne, todo lo que no es esencial no existe. Por el día no hay posibilidad de cobijo, ni de sombra, ni de saciar cualesquiera cosa que no sea la infinitud de la nada, o del vacío, o del silencio. La sed de lo verde, de lo pintoresco, de lo idílico, aquí es absoluta. Por eso no existen las “buenas maneras”, ni la elegancia ,ni  lo educado...ni ninguna de las manifestaciones cosmopolitas de la enfermedad del alma que llamamos sensibilidad.

 

 Aquí se nota mucho que te estas muriendo todo el rato. Que todo es inútil, tan inútil como arar, como aran, cada año los irregulares e insensatos campos de sal y yeso, en dónde plantan trigo que crece ridículo y enclenque, y que casi nunca cosechan, y que paga Bruselas. Y cada año se vuelve a arañar el erial, y se dan vueltas, y vueltas con el polvoriento tractor sabiendo que no sirve, ni servirá de nada.

 

Cuando anochece Zaragoza refulge al fondo, en lo hondo, y sirve, como la estrella polar a los marinos,  como guía para volver a casa.

 

4 comentarios

ameba -

precioso

juan m. villaM -

Cómo puede ser que hayas descrito así la tierra donde he nacido?
La noche oscura ha llegado ya, y Zaragoza sigue brillando al fondo. Muy pronto volveré a casa, a la casa de la que nunca me deberian haber sacado.

Aquilué -

Se impone la publicación de un libro que recoja todos tus textos.

Teresa -

"lo que no es esencial no existe"... quizá esa sea la clave, para que me sintiera tan intensamente bien, inmersa en esos paisajes, todavía sueño con ellos a veces.
Me gustaba respirar tan hondo, cuando los visitaba, que creo que una parte, se me ha metido dentro.

besos nostálgicos