Texto de Ismael Grasa.
Ismael es uno de los tipos que más aprecio. Lo aprecio, no porque me caiga simpático, que también, sino porque es un tipo muy apreciable por su inteligencia y su talento como escritor.
Escribió este texto sobre mí hace unos años para una exposición. Hoy lo he releido, me ha gustado, y he creido que debería colgarlo en el blog.
Helo aquí:
He estado con Pepe Cerdá en unas cuantas ciudades: Zaragoza, París, Madrid, Burdeos, Poitiers, Edimburgo... En todas, salvo Edimburgo, hemos ido en coche. Buena parte del tiempo que he pasado en mi vida con Pepe Cerdá ha sido dentro de un coche. En los paisajes que pinta Cerdá aparecen a veces coches y gasolineras. Los paisajes nocturnos de ciudad, la perspectiva de la urbe iluminada en medio de la naturaleza oscura, suele ser una vista de coche. Y a veces una vista con connotaciones sexuales, porque es la vista de las parejas que se apartan para pasar un rato en el mullido de los asientos. Todas las ciudades, de noche, son un poco la Torre Eiffel iluminada. Son la afirmación de la vida frente a todos los toques de queda del mundo.
Conocí a Pepe Cerdá en una fiesta, lo que no es casual en una persona como él. Pepe es un pintor clásico en el sentido de ser un pintor de mucha vida social, de tener una curiosidad incansable por las personas. Era una fiesta en Zaragoza, en casa de María José Bruned. Pepe estaba con su compañera, Ana Bendicho. En un momento de la noche, ya tarde, Pepe me ofreció su coche para volver a casa. Los tres teníamos en común que llevábamos poco tiempo reinstalándonos en Zaragoza. Pepe tenía entonces un coche del cual ya se ha desprendido, un Senator de segunda mano. Los asientos del vehículo era grandes y cómodos, aquello olía a escape de gasolina y a cuero. Realmente yo no estaba muy lejos de mi casa, pero Pepe entendía que debía llevarme en coche. Me puse cómodo en la parte de atrás, estuvimos comentando la fiesta y recuerdo que me fijé en que había manchas en el cuero y un desorden de objetos que me resultaba confortable. Era un coche de pintor, de alguien que está en contacto con las cosas. Aquella noche ese interior me pareció lujoso, pensé en otras formas de vida distintas de las que yo llevaba. A la vez había en ese desorden algo elemental que me resultaba atractivo. Cuando miro los paisajes nocturnos de Pepe me sigue viniendo a la cabeza aquella noche en el Senator.
En cierto modo, Pepe está a medio camino de la ciudad y de otra parte. Sí, se le ve en las fiestas, en las inauguraciones; muchos de sus días consisten en salir de casa por la mañana y enlazar encuentros con amigos y conocidos con el aperitivo y luego la comida y la sobremesa, y con las copas de media tarde y poco después la cena en algún restaurante, para continuar luego durante la noche. En esas ocasiones, cuando me encuentro con él y le ofrezco un gin-tonic, utiliza una de sus frases: “No, gracias. Hoy ya me he emborrachado tres veces”. Aunque lo normal es que acepte la copa y siga alargando su jornada. Entonces dice otra de sus frases: “Soy un héroe”. Y, ciertamente, hace falta una resistencia física y una determinación grande para esto. Una madrugada, saliendo ya de día de casa del escritor Javier Barreiro, Pepe se ofreció para acercarme a casa y yo le pedí que me llevase directamente a Urgencias. De esto hace un par de años y desde entonces me he ido recuperando mientras Pepe ha pasado por una de sus etapas más brillantes y felices como pintor. Una felicidad y una madurez que tiene que ver con elegir el paisaje como asunto pictórico. Cada uno sabe el camino que ha de recorrer. En cierto sentido, Pepe Cerdá ha dado un rodeo muy largo para llegar a pintar un árbol. Un árbol que estaba ahí, junto a la gasolinera de Villamayor.
Pero decía que Pepe está también, a un mismo tiempo, fuera de la ciudad. Pepe es el salvaje que ve la ciudad. Sus retratos de la ciudad desde sus colinas, desde fuera de ella, son los retratos de un furtivo, a la vez que ama aquello que mira, esas luces nocturnas. Pepe habla a veces de los animales de granja, que reciben su ración de pienso diario, y de los jabalíes de monte. Se refiere a los que cobran un sueldo “sólo porque el sol se levante”, como él dice, y los que han de ingeniárselas para obtener el dinero antes de que caiga el sol. Esta imagen, el “jabalí de monte”, la utiliza Pepe para hablar de sí mismo. Hay que probar a ver los cuadros de esta exposición desde los ojos de un jabalí orgulloso y algo asustado, como no podría ser de otra manera.
Ahora bien, es un jabalí que no puede vivir sin esa ciudad a la que mira. Y un jabalí que escribe y lee bien. Cerdá ha escrito magníficamente sobre la pintura, como lo hicieron Dalí, Solana o Ramón Gaya. A Pepe le gusta leer a Pla, a Chaves Nogales, a Montaigne... La novela le interesa menos. Dice que no entiende la poesía, lo que demuestra que es poeta. Pasa por temporadas en que compra libros compulsivamente. Entonces se encierra en su taller a construir estanterías para guardarlos y hace ruido y traslada tablas grandes de un sitio a otro. Vuelve de la librería y pone en marcha las sierras. A Pepe Cerdá se le nota mucho que está viviendo.
Pensando en las vistas que pinta Pepe, se me ocurre que ha sido un pintor que ha tenido varias casas en altos, con perspectivas naturales a la ciudad. Vivió dos años en la casa de Velázquez de Madrid, que está en los altos de Moncloa y desde la que se tiene una vista de la urbe como paisaje. Ha sido un pintor más de casa que de piso. A Pepe le gusta vivir en casas, en propiedades con árboles, y a la vez estar en la ciudad. Esto, naturalmente, es un privilegio. Lo que parece evitar Pepe es la medianía, la conformidad. En París ha tenido una casa de dos plantas o bien una buhardilla tan minúscula que apenas alcanzaba para extender el sofá cama. En esa buhardilla acabé yo uno de mis libros. De noche apagaba las luces para mirar a las chicas de las ventanas de las casas de enfrente, como supongo que de vez en cuando haría Pepe.
La casa donde vive Pepe Cerdá está en Villamayor, que se encuentra en un alto respecto a la ciudad de Zaragoza. Se trata de una linde, más allá de Villamayor ya se extienden las carreteras rectas de los secanos de los Monegros. Pepe, cuando tiene invitados extranjeros, les sube a su coche y les lleva a ver, a cinco minutos de su casa, toda esa nada del desierto, las sabinas solitarias. La verdad es que impresiona mucho. Y entonces da la vuelta al volante, aún con los ojos quemados por ese horizonte guerracivilista, y les lleva a alguna de las vistas que desde los alrededores de Villamayor se tienen de Zaragoza. En unos minutos de coche está todo, la vida, las fiestas y la nada. No da tiempo ni a fumar un cigarrillo. Buena parte de los paisajes que viene pintando están en esa síntesis espacial.
Pepe, mirando la panorámica de Zaragoza desde los alrededores de Villamayor, explica que ahí se quedó Durruti con su columna, sin llegar a entrar en la ciudad. El perro que tienen Pepe y Ana se llama Durruti, y es un perro de la calle que aparece y desaparece según le va. A veces se ensucia con la pintura aún fresca de los cuadros, que Pepe retoca sobre la marcha. Algunas noches, cuando hay invitados en la cocina, Durruti golpea desde el corral los cristales de la puerta para que le dejen entrar. Está raspando sus uñas un buen rato y parece que fuera hubiese tormenta.
Sólo llegué a ver desde fuera la casa de Pepe de París, la de varias plantas. Pepe conducía su furgoneta una vez que entramos en París. Entonces se desvió y siguió la dirección a su antigua vivienda. Se paró en la acera y nos la señaló al escritor Félix Romeo y a mí, que éramos quienes le acompañábamos. Como nos pareció ver que había gente dentro, Pepe salió de la furgoneta y llamó al timbre. Estuvo un rato ahí, junto a esa valla. Luego volvió, ironizó sobre su propia nostalgia y luego pasamos horas circulando por París, porque ni Félix ni yo habíamos visto nunca esa ciudad desde un coche.
En Edimburgo Pepe Cerdá no disponía de coche. Tuvo que hacer cola para subirse a un avión y para andar luego por una ciudad sin tener un vehículo propio, una ciudad en la que además no podía fumar en los restaurantes. Todas estas cosas le predisponían para el mal humor. Aparte de esto, Pepe Cerdá, que bromea sobre sí mismo diciendo que no tiene “afición” a pintar, no paró de comprar juegos de acuarelas, cuadernillos y pequeños utensilios de pintor. Visitamos varios museos y Pepe hablaba de pintura, de su idea de que en arte no hay progreso, ni tiene por qué ser mejor lo posterior que lo anterior. Pepe ha escrito y explicado estas ideas suficientemente, no las voy a repetir. Junto a Pepe creo haber aprendido unas cuantas cosas sobre pintura. Luego nos subimos a la azotea del centro comercial John Lewis, desde donde se tiene una panorámica de Edimburgo. Mientras nos íbamos sirviendo platos del autoservicio Pepe pintó algunas acuarelas en postales para enviar a los amigos. Utilizaba un pequeño estuche de pinturas que acababa de robar.
¿De qué trata la pintura de Pepe Cerdá? No sé, de lo que trata cualquier buen pintor: del mundo, de la pintura, del paso del tiempo. Un buen pintor, se supone, es aquel que hace cuadros buenos. Cuadros donde esté su tristeza, su ternura, su piedad por el mundo, su sexualidad. Y donde se produzca una correspondencia entre los trazos del unte de pintura y un resultado con cierta capacidad de conmover. Y entonces uno hace un cuadro y luego otro y luego otro, acercándose a algo que nunca se alcanza, etcétera. Y, mientras tanto, sucede todo este encender de luces de ciudad, estas perspectivas que Pepe Cerdá ha pintado esta vez.
Ismael Grasa
Junio de 2006.
4 comentarios
Passy -
Saludos,
j.f. -
Vicente -
Este texto es una joya. Has hecho muy bien en colgarlo.
nana -